El ángulo del caos: la ciencia descubre el momento en que una calle concurrida se convierte en un caos absoluto

Shibuya (Tokio), el cruce de peatones más famoso del mundo.

Héctor Farrés

17 de abril de 2025 14:00 h

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Un ángulo de trece grados puede decidir el destino de una ciudad. En un cruce saturado, ese leve desvío en la trayectoria de un solo peatón puede extenderse como una reacción en cadena y terminar rompiendo el orden colectivo. Es una medida minúscula, imperceptible para cualquiera que no esté atento, pero suficiente para que las multitudes dejen de fluir y empiecen a entrechocar.

Las masas de personas no se comportan de forma aleatoria. Responden a patrones concretos que pueden describirse con fórmulas matemáticas, incluso cuando cada persona actúa de forma independiente.

Trece grados, el umbral exacto donde todo empieza a cambiar

El desorden no aparece por azar. Se activa cuando la suma de movimientos individuales supera el ángulo de desviación medio que permite la autoorganización espontánea. Lo que hasta ahora se atribuía al instinto colectivo o a una suerte de inteligencia grupal se puede prever con ecuaciones.

El hallazgo, que publica Proceedings of the National Academy of Sciences, parte de un modelo diseñado por el físico Karol Bacik del MIT junto al profesor Tim Rogers, de la Universidad de Bath. Según los autores, la clave está en un concepto que bautizaron como dispersión angular crítica. “La transición orden-desorden ocurre cuando la dispersión angular alcanza un valor crítico”, aseguran.

El modelo se puso a prueba con 153 voluntarios reales que participaron en 45 simulaciones organizadas en un gimnasio acondicionado. A cada persona se le asignó un punto de entrada y otro de salida. El único requisito era evitar choques mientras atravesaban el espacio compartido.

Los investigadores midieron con precisión las trayectorias individuales, analizaron los desvíos angulares y cruzaron los resultados con simulaciones basadas en la teoría cinética de partículas activas. El patrón que emergió fue rotundo: por debajo de los 13 grados, la multitud mantiene el orden. Por encima, se deshace.

Las ecuaciones que utilizaron pertenecen a una familia conocidas como tipo Fokker–Planck, herramientas comunes en física estadística para describir sistemas dinámicos. En este caso, el modelo transformó a cada peatón en una partícula activa con capacidad de reacción.

Lo sorprendente no fue tanto la posibilidad de simular el comportamiento, sino comprobar que existe un umbral de transición universal. Como explican en el estudio, “la fase desordenada se vuelve estable cuando la desviación estándar angular supera un umbral de aproximadamente 13 grados”.

Además del ángulo, la densidad fue otro factor determinante. En grupos muy pequeños no se generaban carriles organizados, simplemente porque había pocas interacciones. En los muy densos, los flujos quedaban bloqueados por falta de espacio. Solo en condiciones intermedias se alcanzaba un equilibrio útil.

Esta observación no es secundaria: los resultados ofrecen criterios cuantificables que pueden aplicarse a la planificación de estaciones, accesos a estadios o cualquier entorno de alta concurrencia. Cambiar la disposición de las entradas, reducir el ancho de paso o redirigir los flujos con pequeños ángulos podrían ser medidas eficaces sin recurrir a señalización.

Más espacio no siempre significa mejor circulación

El modelo también aclara por qué las soluciones tradicionales a veces fallan. El aumento indiscriminado del espacio, lejos de mejorar la circulación, puede empeorarla si no se orientan correctamente los accesos. Según los autores, “recomendamos que esta transición orden-desorden sea tenida en cuenta al diseñar espacios públicos”, advirtiendo que ciertas decisiones habituales pueden entorpecer el flujo en lugar de facilitarlo.

Las multitudes no son caóticas. Se rigen por reglas tan concretas como las órbitas de los planetas o el movimiento de los fluidos. La diferencia es que en lugar de masas inertes o partículas sin voluntad, se trata de personas, cada una con su propio rumbo.

Que ese conjunto sea capaz de generar un orden estable o perderlo depende solo de un pequeño ángulo, imperceptible para el ojo, pero decisivo para el movimiento. Ahora que se ha identificado, las ciudades pueden empezar a moverse de otra manera.

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